Breve historia del cancer

Continuación.
LA NUEVA GUERRA AMERICANA

Claro que la lucha química tenía su contracara tan salvaje como la quirúrgica. Con el avance de la quimioterapia, el límite entre lo que cura y lo que mata se fue volviendo cada vez más difuso. Sin idea de pacientes con derechos, las personas parecían muchas veces las meras portadoras de su acérrimo enemigo. Muertos por infecciones, por nuevos cánceres, por náuseas feroces que derribaban a las personas como patadas en el estómago, la idea de que cualquier cosa parecía mejor que morir de cáncer era llevada al extremo. La fórmula cargaba con la convicción de que si se salvaba una vida mejor, pero lo importante era salvar a la humanidad. La presión estaba puesta sobre todos: políticos, médicos y pacientes. Así, una vez más el cáncer dejaba de ser un murmullo y saltaba con vehemencia a las tapas de los diarios, volviéndose La Enfermedad de la época. La Gran Bomba –escribió una columnista del The New York Times– era reemplazada por La Gran C. En 1969 la revista Time sacaba un artículo instando al presidente: “Señor Nixon: usted puede curar el cáncer”. Sólo faltaba voluntad y, siempre, más dinero; después de todo, parecía mucho más abordable que el fin de la guerra de Vietnam. Además, si el hombre podía llegar a la Luna, no podía ser tan complejo llegar a la gran cura universal (dominar el espacio interior así como habían hecho con el exterior): “Las guerras demandan una definición clara del enemigo. De modo que el cáncer, una enfermedad polimorfa de colosal diversidad, se reformuló como una entidad monolítica. Era una enfermedad”. O más bien, La Enfermedad.
Ahora, si bien había ciertos avances en los tratamientos, nada –o casi nada– se sabía todavía del cáncer en sí. ¿Qué lo generaba exactamente? ¿Por qué su comportamiento era tan anárquico, tan feroz? La idea de indagar en la causa era igual de importante para la cura como para la posibilidad de prevención. Y esas preguntas todavía sin respuesta llamaban al repliegue en los laboratorios. Con el antecedente de que en 1911 el médico norteamericano y también Nobel Peyton Rous había encontrado un virus que provocaba un extraño sarcoma, importantes científicos se abocaron a investigar exhaustivamente todos los tipos de virus y bacterias que pudieran, avivando sin querer una fantasía que sobrevoló desde siempre: la idea de que el cáncer se podía transmitir, como una gripe.
Por fortuna, en paralelo, el descubrimiento de que factores ambientales como el hollín o el radio podían hacer mutar las células que luego devendrían en cáncer empezaban a ahuyentar esas ideas de contagio. Hacia 1960, con el cáncer de pulmón como epidemia, se comenzaron a establecer los claros vínculos entre el hábito con más pregnancia de las sociedades modernas y la enfermedad. El primer carcinógeno irrefutable salió a la luz a mediados de esa década, pero sus víctimas seguirían (siguen) cayendo mucho tiempo después de que las primeras leyendas de alerta aparecieran en las cajas de Marlboro.
La detección de los carcinógenos avanzó en la idea de prevención. “Nómbreme cinco cosas que debería hacer para no contraer cáncer”, le pidió una periodista de The Guardian a Mukherjee. “No fume, no fume, no fume, no fume y no fume”, respondió él. Si los médicos blanden desde hace cincuenta años con tanta furia la campaña antitabaco, es porque desde el comienzo entienden que hacer desaparecer el resto de los carcinógenos nos llevaría a modificar el sistema en el que vivimos integralmente. El mismo Mukherjee lo dice en su libro: “Somos simios químicos: tras descubrir la capacidad de extraer, purificar y hacer reaccionar moléculas para producir nuevas moléculas hemos empezado a hilar un nuevo universo químico a nuestro alrededor. Así, nuestros cuerpos, nuestras células, nuestros genes, se sumergen y vuelven a sumergirse en un cambiante mundo de moléculas: pesticidas, drogas farmacéuticas, plásticos, cosméticos, estrógenos, alimentos, hormonas. Alguna de ellas serán inevitablemente carcinógenas. Pero no podemos hacer que ese mundo desaparezca”.
Más allá de que en torno del cáncer el número de enfermos siempre ha ido en ascenso, la posibilidad de detectarlo antes de que fuera irreversible y los diferentes tratamientos que se iban aplicando hicieron que la sobrevida ante algunas formas malignas fuera cada vez mayor. Las conquistas de esos años (el papanicolaou y la mamografía, por ejemplo, marcarían un antes y un después en la historia del cáncer de cuello de útero y de mama) se completan con la especificidad en las estrategias terapéuticas que traerían los ’70, cuando el estudio de las hormonas logró llegar al descubrimiento de drogas como el tamoxifeno que, junto con la cirugía, la radiación y la quimioterapia adyuvante (la que se administra como complemento para disminuir la posibilidad de reincidencia), generaron progresos muy significativos en algunos cánceres de mama, logrando aumentar la sobrevida de una paciente de 17 a 30 años.

LOS OSCUROS ’80
Ahora bien, si el objetivo era la erradicación del mal, esos avances no eran más que consuelo de pocos. Los ’80 fue la hora más oscura de la quimioterapia, dice Mukherjee. “Fue una época extraordinariamente cruel, que mezcló promesas con decepción y aguante con desesperación.” No sólo por las pruebas de resistencia tóxica que se hacía sobre los pacientes, sino porque venía de la mano con otra ola de presión social y política surgida a la vera del avance de otra enfermedad masiva: el sida.
Eran los mismos pacientes los que pedían que aprobaran las drogas sin tanta prueba, que la medicina avanzara. “Los pacientes habían perdido la paciencia. No querían ensayos, querían drogas y curas.” Pero el rótulo de experimental no sólo era una precaución médica que se alzaba para evitar dañar personas. Con la medicina cada vez más privatizada, una vez superada la etapa experimental (en la que los pacientes podían comprar los remedios), las prepagas tenían que suministrarlos en forma gratuita, obstaculizando un negocio que de 1970 a 1990 alcanzó los tres mil millones de dólares y que hoy es un entramado de cifras incalculables que despierta las peores sospechas.
“El cáncer moderno es un gran negocio y sus drogas son el cash del futuro de las grandes droguerías. El costo del desarrollo de fármacos claramente valdría la pena si prometieran curas o remisiones. Pero la gran mayoría logra resultados mucho más modestos. Por ejemplo, la droga llamada Tarceva extiende la vida de pacientes con cáncer de páncreas por solo doce días y cuesta veintiséis mil dólares”, escribió Steven Shapin para el The New Yorker en su reseña sobre el libro.
Ese medio no fue el único en señalar que el relato épico de Mukherjee es justamente, a veces, demasiado épico. La omisión casi total del manejo de los laboratorios, la exposición de un único caso de engaño público realizado por un médico sospechosamente no norteamericano (un sudafricano que fraguó resultados para promocionar su método para el autotransplante de médula ósea), el escaso espacio que da a otros cancerígenos que no sean el tabaco, dejan un tendal de dudas, no tanto por lo que cuenta sino por las porciones del presente que deja sin contar. El libro es un relato completo y apasionante, por momentos bastante complejo también, de la parte de la historia que Mukherjee quiso contar: un viaje de casi treinta siglos que recorren no sólo cómo se fue encendiendo la luz alrededor del cáncer, sino la relación científica y filosófica del hombre con esa enfermedad.