El lupus eritematoso (LE) es una enfermedad autoinmune, cuyo espectro clínico es amplio y heterogéneo, desde la semiología hasta el pronóstico de la enfermedad. En un extremo se encuentran aquellos pacientes que desarrollan manifestaciones potencialmente letales cumpliendo criterios de lupus eritematoso sistémico y en el otro, los pacientes con Lupus eritematoso cutáneo. Sin embrago, el involucro de la piel ocurre en el 70 a 85 % de los pacientes con lupus eritematoso sistémico en algún momento durante el curso de la enfermedad.1 A pesar de que las manifestaciones cutáneas pocas veces ponen en peligro la vida del paciente, sí contribuyen a la morbilidad en términos de bienestar personal y psicosocial, así como a la incapacidad profesional, conllevando altos costos médicos y sociales, y a ocupar el tercer lugar de las enfermedades dermatológicas con mayor impacto psicosocial.
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